The Objective
La otra cara del dinero

Por qué hasta las verdades más obvias están inermes ante la embestida feroz de los políticos

Uno de los grandes hallazgos de los activistas del siglo XX es que el lenguaje no describe la realidad, también la construye

Por qué hasta las verdades más obvias están inermes ante la embestida feroz de los políticos

«No verán ustedes un corte mío con ninguna falsedad —asegura Óscar López, ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública—. No lo hay. No existe». | Matias Chiofalo (Europa Press)

Cuando decimos de Vladimir Putin, de Donald Trump o de Óscar López que mienten, hacemos dos suposiciones muy aventuradas. La primera es que la verdad existe y puede demostrarse; la segunda, que Putin, Trump o López la conocen y la aprecian.

Vayamos con la primera suposición. El tipo más sólido de verdades de que disponemos son las científicas. ¿En qué consiste su solidez? En que no necesitan que nadie las defienda. Aunque la Asamblea de las Naciones Unidas votara hoy por unanimidad que los tres ángulos de un triángulo no suman ya dos ángulos rectos, su verdad permanecería inalterada y cualquier mente humana podría restablecerla mediante el uso de la lógica.

Por eso Hannah Arendt las llama «verdades de razón».

La realidad no está, sin embargo, conformada únicamente de verdades de razón. Todo lo contrario. Las verdades de razón son una región muy particular y pequeña del mundo conocido. La inmensa mayoría lo ocupan las «verdades de hecho», cuya existencia no responde a ninguna necesidad interna. Pensemos en los jerarcas soviéticos a los que Stalin iba borrando de las fotografías oficiales a medida que los ejecutaba. No hay ningún silogismo del que se desprenda que cada hueco resultante debía ocuparlo tal y solo tal este jerarca.

Estas verdades de hecho no pueden demostrarse y por ello dice Arendt que están inermes ante «la embestida feroz de los políticos».

El juego de la duda

Naturalmente, me dirán que los hechos son cosas muy tercas. En Sobre la certeza, Ludwig Wittgenstein se pregunta si «es posible la hipótesis [la cursiva es suya] de que no exista ninguna de las cosas que nos rodean».

Por ejemplo, ¿cómo estamos seguros de que algunos de nuestros interlocutores tienen un cerebro funcional dentro de sus cabezas? Carecemos de cualquier «evidencia sensorial directa», pero no les aconsejo que vayan por ahí con un picahielos tratando de obtenerla, porque tampoco hace falta. La duda tiene un límite, que es el propio marco que permite dudar. Si alguien me dice mirándose una mano: «No sé si esto es una mano», presupone que ambos conocemos el significado de saber, de ser y de mano.

En resumen, es posible que no exista nada de lo que nos rodea, pero solo como hipótesis. En la práctica, requiere asumir un montón de certezas. Por eso Wittgenstein concluye: «Quien quisiera dudar de todo, ni siquiera llegaría a dudar. El mismo juego de la duda prefigura ya la certeza».

¿Asunto zanjado, entonces? ¿Podemos tener la tranquilidad de que los hechos resistirán la embestida feroz de los políticos? En absoluto.

Ideas y creencias

La primera de las dos suposiciones aventuradas a las que me he referido más arriba no es únicamente que la verdad existe, sino que pueda demostrarse.

Pensemos en algunas ideas básicas que configuran nuestra existencia, como que la Tierra gira alrededor del Sol y los cuerpos se atraen con una intensidad que es proporcional a su masa, etcétera. No son el fruto de ningún razonamiento que hayamos hecho. Simplemente, están ahí. Vamos y venimos confiados en que mañana amanecerá de nuevo y no saldremos despedidos al espacio exterior. Son creencias que, como apunta Ortega y Gasset, no se tienen; más bien te tienen ellas a ti. A nadie se le ocurre cuestionarlas. Después de desayunar cada mañana, podemos preguntarnos: «¿Seguirá el coche donde lo dejé anoche?», pero no: «¿Seguirá la ciudad donde la dejé anoche?»

Ahora bien, si nuestra mujer nos desafiara: «Demuéstramelo», nos pondría en un brete, porque no es una verdad de razón. Y eso abre un universo de posibilidades a los políticos.

Las fábricas de la realidad

Uno de los grandes hallazgos de los activistas del siglo XX es que el lenguaje no describe la realidad: en buena parte la construye.

Los periodistas lo sabemos y por eso nos tomamos nuestro trabajo con cierta ironía. Los políticos también lo saben y por eso se toman su trabajo tan en serio. Para los grandes movimientos totalitarios (fascismo, nazismo, comunismo), el gran objetivo estratégico no es la toma de los cuarteles, los ministerios y las industrias, sino la ocupación de las emisoras de radio, de la prensa y de las pantallas de cine, porque son las fábricas de la realidad.

Y en política, a diferencia de lo que sucede en los universos wittgensteiniano y orteguiano, sí que se puede cuestionar todo, porque un buen y leal editorialista encuentra argumentos para justificar cualquier posición, para demostrar lo que haga falta y para moldear como blanda cera las verdades de hecho.

El catecismo del Gran Hermano

En la dictadura que describe en 1984, George Orwell nos cuenta que hay tres consignas: la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza.

Cuando leí la novela hace unos años, me pareció poco verosímil. ¿Es concebible que un régimen subvierta la realidad de ese modo? Pero resulta que Putin aplica al dedillo el catecismo del Gran Hermano. ¿Cuántas veces no se ha retratado a sí mismo como el defensor de la democracia y el liberador de Ucrania? ¿No sostiene que la invasión es «una operación militar especial», que sus ataques son tareas de mantenimiento de la paz y que el único agresor y terrorista es Volodímir Zelenski?

También Trump ha acuñado una neolengua en la que las informaciones críticas son fake news, las 24 horas que iba a tardar en acabar con la guerra duran meses y sus conversaciones generalmente tensas con otros estadistas son «fantásticas» y «muy positivas».

Finalmente, Óscar López convierte a la víctima de la bomba lapa en el agresor, acusa al PP de operar unas cloacas infestadas de socialistas y, cuando se le insta a rectificar, replica: «No verán ustedes un corte mío con ninguna falsedad. No lo hay. No existe. Yo me he hecho eco de la noticia y he dicho lo que he dicho».

¿Mienten los tres como bellacos? No, si entendemos por mentir lo mismo que san Agustín: decir lo contrario de lo que se piensa con la intención de engañar. Ni Putin ni Trump ni López dicen lo contrario de lo que piensan, ni son conscientes de ningún engaño. Para eso haría falta que conocieran la verdad y la apreciaran.

Publicidad
MyTO

Crea tu cuenta en The Objective

Mostrar contraseña
Mostrar contraseña

Recupera tu contraseña

Ingresa el correo electrónico con el que te registraste en The Objective

L M M J V S D