Miserias póstumas
«Hacer política con los muertos me parece cobarde. Vargas Llosa se marchó en silencio. Siempre fue muy español poner a parir al que acaba de salir por la puerta»

Mario Vargas Llosa.
La bondad es escasa y ruidosa, pero la miseria es abundante y sutil. Aparece disfrazada de principios, de rebeldía o de militancia. Se nutre del rencor y de la frustración. Bebe de la envidia. Se muestra con palabras confesionales, con cierta cursilería, como las florecillas blancas que brotan en las hendiduras de los columbarios.
Yo tengo esa cosa antigua de respetar a los muertos. La muerte es la única certeza del ser humano y hay que tratarla con arreglo a su condición. Nada hay más nuestro, más público, más horizontal, que el adiós. Esa puerta que todos cruzaremos, desnudos o engalanados, arrastrando los pies o a hombros, derrotados o victoriosos, solos o acompañados. Sobre nuestras cabezas, siempre el mismo dintel. Todas las criaturas son inmortales, menos el ser humano, que es el único animal consciente de su finitud. O algo parecido escribió Jorge Luis Borges en El Aleph.
«Que cada cual llore a sus muertos. Y este en concreto no, no era de los nuestros, era un sujeto despreciable e infame» escribió en X Pedro Honrubia. «Se puede ser muy mala persona y un gran escritor», escribió en X Joaquín Urías. Acababan de leer la noticia de la muerte de Mario Vargas Llosa. Esta fue su primera reacción. Libres son de expresar su opinión sobre el escritor, libre soy de expresar la mía sobre sus palabras.
Creo que los muertos siempre son de todos. Las vidas no, porque en vida cada cual elige qué parte del mapa ocupa. Y lo que dice puede ser rebatido. Y lo que enseñó puede ser desaprendido. Pero una vez cruzada la puerta, ya queda todo zanjado. Apuñalar un cadáver caliente es propio de necios, porque llaman hacer justicia a lo que el tiempo ya juzgó.
Perduran los hechos y, en este caso, los libros. Y la historia se pronunciará, que dijo aquel. Y quizá el silencio sea la mejor despedida para aquellos con los que no comulgamos. Por respeto a los vivos que les lloran. Por respeto a la propia muerte que, por su despótico y perfecto proceder, ni siquiera les permite removerse un poco en el lecho frente a los insultos póstumos.
«Era un hombre libre y, como todo hombre libre, resultaba incómodo para los demás»
Hacer política -¡Qué digo política! Más bien politiqueos- con los muertos siempre me pareció cobarde. Es como gritarle desde tu coche al coche fúnebre al que acabas de adelantar. Honrubia y Urías siguen a la mesa, Vargas se marchó en silencio. Siempre fue muy español eso de poner a parir al que acaba de salir por la puerta.
Yo no conocía al escritor, y lo intenté. Varias veces lo invité a Cosmopoética y su respuesta siempre fue tibia. No sé cómo de bueno o malo fue en vida. Era un hombre libre y, como todo hombre libre, resultaba incómodo para los demás. A los libres en las letras les pasa ya como a los locos en el autobús, que algunos prefieren bajarse e irse andando antes que tenerlos al lado y escucharlos.
Creo que hay una izquierda en nuestro país incapaz de diferenciar lo público de lo privado. Y que llevan sus postulados hasta las emociones mismas. Hasta el tuétano de la existencia, con serrucho y chapucería. No todo es político, afortunadamente. Y quien dice que todo es político está diciendo que nada lo es. Porque el pájaro en la ventana es pájaro y poco más. Y hay poemas, poemitas, que de políticos sólo tienen la tinta malgastada y el papel desperdiciado.
Este Mario vivió y contó su tiempo. Amó y escribió y golpeó y se equivocó tantas veces como cualquiera. Y como él, tantos otros, que cruzarán la misma puerta que acaba de cruzar él. Pedros y Joaquines habrá siempre. Construyendo su personalidad sobre la personalidad de otros que hicieron mucho más de lo que ellos siquiera podrían soñar. Las redes sociales tienen esto de dar amplitud a los íntimos rencores. La búsqueda del aplauso. El unga-unga tribal. Lo de siempre para los de siempre. Nada hay más cómodo que vivir contra las cosas.
Y, pese a las palabras, pese a la cobardía, pese a la rabia jíbara, pese al activismo tóxico, miren: qué contundente es la muerte. Con qué entereza llega y silencia y deja paso a los demás. Los que se van ya no tienen que preocuparse por estas miserias. Son los que se quedan los que deben lidiar con sus carencias, con sus contradicciones y con su mortalidad.